EL TRIBUNAL SUPREMO RATIFICA LA IMPERATIVIDAD DE LA LEY DE MOROSIDAD
El 30 de diciembre de 2004 se publicó la Ley 3/2004 que supuso la novedosa introducción en el derecho español de una regulación legal para tratar de atajar el problema de la morosidad comercial, mal endémico que impone a las PYMES y autónomos la costumbre de soportar plazos de cobro desproporcionados e inconcebibles en el resto de Europa, donde pagar tarde es indicio de ser un empresario negligente, y no al revés, y que afecta gravemente a la rentabilidad, competitividad y supervivencia de nuestro tejido empresarial.
Es cierto que el impacto real de dicha norma fue bastante insuficiente, pues en España a menudo pensamos que por medio de una hiperregulación legitimada por los augurios de buena voluntad, podemos modificar o erradicar comportamientos que no solo siguen arraigados en la sociedad, sino que además son los mismos poderes y administraciones públicas quienes los imponen y practican con mayor descaro, lo que siempre avoca a la inoperatividad de la norma.
Esta Ley introdujo dos novedades importantes. La primera, la obligación de cumplir unos plazos de pago de las facturas entre empresas, profesionales y administraciones públicas, (actualmente 60 días para empresas y 30 días para Administración Púbica) y la segunda la imposición de un interés de demora de carácter punitivo y aplicación automática (sin necesidad de requerimiento) equivalente a ocho puntos sobre el interés del Banco Central Europeo.
Durante años, y puesto que la redacción inicial de la Ley permita “el pacto en contrario por las partes” (nuevamente se vislumbra la ingenuidad de nuestro legislador) se soslayó la aplicación de la norma por medio de supuestas cláusulas contractuales en las que el empresario dominante imponía pactos que estiraban los plazos de pago a 180 días, incluso 200 o 270.
Sin embargo, el Tribunal Supremo dictó una sentencia en fecha 23 de noviembre de 2016, nº 688/2016, en la que interpretaba que las modificaciones introducidas por la reforma del año 2010, imponen que los citados plazos máximos de pago son imperativos y por tanto cualquier plazo superior es nulo de pleno derecho por contravención de norma imperativa (art. 6.3 del Código Civil).
Es cierto que la Ley de Morosidad sigue incumpliéndose de forma sistemática, pero igualmente cierto es que cada vez se están implantando más medidas para tratar de apremiar a los morosos a cambiar su estrategia de financiación.
De seguir por este camino, es posible que dentro de unos pocos lustros hayamos conseguido inculcar una filosofía de cumplimiento y competitividad financiera bien entendida, y solo podremos lamentarnos de haberlo conseguido por la fuerza en vez de por la cultura, al contrario de como sucedió en Europa Septentrional, pero quizás es que como dice el tan odiado refrán, en nuestro país la letra con sangre sí entra.