CASTELLIO CONTRA CALVINO
Los abogados ya nos hemos acostumbrado a que el estereotipo que la sociedad tiene de nosotros y nuestra profesión, sea el de personas grises y anodinas, en el mejor de los casos, o trapaceros y poco de fiar en el peor de ellos. Nada más lejos de la realidad. Dejando de lado que esta percepción social no siempre es, o fue así, y baste con ello el ejemplo de Atticus Finch, lo cierto es que la abogacía es una de las profesiones que más ha hecho germinar la libertad intelectual e independencia de criterio en sus ejercientes, al tiempo que respeto hacia la de los demás. Es por ello que este artículo de hoy no tratará de leyes, pero sí de derechos.
Observo en los tiempos presentes, la amenaza cada vez más evidente de la implantación por determinados grupos de presión y populismos, de un viejo concepto de ideología, consistente en que una minoría ruidosa, que haciéndose pasar por la mayoría, acaba arrogándose del todo, adopta una forma de pensar, que por estimar ellos ser “la correcta”, ha de ser imponerse a la sociedad como el único dogma válido, de tal modo que no se tolera la opinión crítica, se obliga al disidente a retractarse (que palabra tan inquisitorial y sin embargo tan actual) se le estigmatiza haciendo escarnio de él, y finalmente se le castiga.
Hoy en día campa a sus anchas una definición verdaderamente pervertida del concepto de democracia y libertad. Los más romos y atolondrados piensan que estos derechos son los que nos asisten a pensar, decir y hacer lo que queramos, pero tal egolatría les impide ver que por encima, y antes, de eso, dichos conceptos nos obligan a respetar y asumir (sobretodo esto último) el derecho de los demás a pensar, decir y hacer lo que quieran, aunque nos desagrade, y además a hacerlo en paz y sin que les perturbemos en sus manifestaciones, ya sean públicas o privadas, artísticas o culturales.
Ante estos hechos, no puedo sino referir a la introducción que el gran escritor Stefan Zweig hiciera en su libro “Castellio contra Calvino” sobre la libertad de pensamiento y expresión, libro que junto con su otra obra “El mundo de ayer”, debería ser de lectura obligatoria en todos los colegios de España, si de verdad buscamos ser una sociedad tolerante y abierta.
Extractaré a continuación algunos párrafos, según la traducción de Berta Vias Mahou para la editorial El Acantialdo, los cuales por su claridad no necesitan de comentario ni glosa alguna, más que recordar su corolario final, con el que sospecho que el gran Atticus estaría totalmente de acuerdo: “matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”.
Dice Zweig
“Cuando los ideales de una generación han perdido su fuego, sus colores, un hombre con poder de sugestión no necesita más que alzarse y declarar perentoriamente que él y sólo él ha encontrado o descubierto la nueva fórmula, para que hacia el supuesto redentor del pueblo o del mundo fluya la confianza de miles y miles de personas. Una nueva ideología… establece siempre en primer lugar un nuevo idealismo sobre la tierra, pues cualquiera que brinde a los hombres una nueva ilusión de unidad y pureza, apela a sus más sagradas fuerzas: su disposición al sacrificio, su entusiasmo. Millones y millones, como si fueran víctimas de un hechizo, están dispuestos a dejarse arrastrar, fecundar, e incluso violentar. Y cuanto más exija de ellos el heraldo de la promesa de turno, tanto más se entregarán a él. Por complacerle, sólo para dejarse guiar sin oponer resistencia, renuncian a aquello que hasta ayer aún constituía su mayor alegría, su libertad. La vieja “ruere in servitium” de Tácito se cumple una y otra vez, cuando, en un fogoso rapto de solidaridad, los pueblos se precipitan voluntariamente en la esclavitud y ensalzan el látigo con el que se les azota.
Para cualquier hombre de pensamiento no deja de haber algo conmovedor en el hecho de que sea siempre una idea, la más inmaterial de las fuerzas que existen sobre la tierra, la que lleve a cabo un milagro de sugestión tan inverosímil en nuestro viejo, sensato y mecanizado mundo. Con facilidad se cae así en la tentación de admirar y ensalzar a estos iluminados, porque desde el espíritu son capaces de trasformar la obtusa materia. Pero fatalmente, estos idealistas y utopistas, justo después de su victoria, se revelan casi siempre como los peores traidores al espíritu, pues el poder desemboca en la omnipotencia, y la victoria en el abuso de la misma… todos estos conquistadores caen en la tentación de trasformar la mayoría en totalidad y de querer obligar incluso a aquellos que no forman parte de ningún partido a compartir su dogma. No tienen suficiente con sus adeptos, con sus secuaces, con sus esclavos del alma, con los eternos colaboradores de cualquier movimiento. No. También quieren que los que son libres, los pocos independientes, les glorifiquen y sean sus vasallos, y para imponer el suyo como dogma único, por orden del gobierno estigmatizan cualquier diferencia de opinión, calificándola de delito. Esa maldición de todas las ideologías religiosas y políticas que degeneran en tiranía en cuanto se trasforman en dictaduras se renueva constantemente.